Estoy teniendo un dejà vu terrible, atrapada en un sueño, consciente del mismo y sin poder abrir los ojos y devolverle sensibilidad a mi cuerpo.
Una vez más, estoy vestida de negro. Huelo el mar. Una espuma color hueso tira suavemente de mis tobillos según las pequeñas olas se estrellan contra mí. El mar está revuelto y gris, como el cielo, que parece un brochazo de nubes y ceniza. Amenaza tormenta, como mis emociones cuando se desencadenen y me arrastren hacia el caos de ese agua helada.
Mi pesadilla, dotada de una iluminación más que artificial, parece haber sido pintada por Aivazovsky.
No quiero considerar esa posibilidad. Abro la boca, y sale un chirrido sin aire de mis pulmones. Me estoy asfixiando. La pena me ahoga, abrazada a mi pecho como una boa, ardiendo en mis ojos, en mi garganta, en el único nombre que danza en el infierno que son mi cabeza y mi corazón.
Todo se ve negro, y luego rojo según grito con todas mis fuerzas, y hago del dolor algo real que me destroza al salir. La boca me sabe a sal, pero ya no es culpa del mar, son mis lágrimas, y la luz a través de los ojos cerrados.
Ya pasó, dicen. Pero, ¿cuánto tiempo más podré vivir bajo las nubes?
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