Nostalgia de un día de aquellos. De ver el amanecer reflejado en la playa. De coger coquinas con mi padre. De ir a pescar. Nostalgia de desayunar tranquilamente, ponerme el bikini y bajar al bullicio de un medio día veraniego en la playa. Un bañito en la piscina. Chiringuito y almuerzo.
Entonces todos se quedan dormidos, como viene siendo desde hace doce años. Papá se va a la incómoda cama de matrimonio de la habitación que comparte con mi madre. Mi hermano se va a su litera a escuchar música o a jugar a la psp. Mi hermana prepara el salón para mi abuela, mi madre, y para mí. Y mientras ellas dormitan, mi hermana y yo nos reímos amortiguadamente, viendo esas telenovelas tan malas de Antena 3 al medio día, yo degustando un gran tajo de melón bien frío. Y hacia las seis, las chicas de la casa ya están despiertas, y todas merendamos viendo el final de la serie televisiva, ellas lamentando haberse dormido, pero, ¿qué más da? Todos odiamos los horarios en vacaciones.
Y si a mi abuela no le apetece dar un paseo hasta el espigón, yo me pongo en pie antes de tiempo. Me desperezo y voy al dormitorio a por mi mochila. Dentro de ella introduzco solo una toalla, mi reproductor de música, mi libro y unas llaves. Entonces, sin chanclas siquiera, bajo a la playa.
El calor se ha ido ya, pero el sol sigue bien alto. Aún hay gente, y a mí eso me desagrada, porque es sinónimo de jaleo. Así que me pongo musiquita y paseo por la orilla, con la mochila a la espalda. Voy mirándome los pies, es divertido el diseño de la arena fina y clara sobre mis empeines, deslizándose a capricho de esas aguas que luchan por alcanzarme, lamerme los tobillos, hacer tintinear mi tobillera de plata.
Disfruto con las vistas. Las familias merendando frente al mar, niños dibujando en la arena, personas jugando magistralmente a las palas. Y, más adelante, practicantes de Kite Surf si hace viento. Después, la nada, piedras y arena. Me quito los auriculares, nada merecería que me perdiera esto.
Es mi regalo para mis sentidos. Es agradable sentir las distensiones y contracciones de los músculos, y mi frente ligeramente perlada en sudor. Me siento en la toalla y estiro las piernas. Mis ojos se deleitan de los dos atardeceres, del mar rojizo y sosegado. De las nubes teñidas de rosa y ámbar, de la perfecta cromatografía del cielo.
Mis oídos perciben el quedo rugido del viento y el suave murmullo de las olas contra las piedras, a mi derecha. Y nada más, nadie para molestarme, nadie para llamarme, nadie que me hable. Ni siquiera la música es comparable a este momento tan hermoso.
Huele a salitre y a polvo. Huele a playa, a algas, a sol. Mi piel lo agradece, ese ardor sordo. Se ve saludable, suave, ligeramente tostada, lejos de su habitual y mortecina lividez translúcida. El viento se pelea por llevarse mi pelo, disfruto del cosquilleo en mis hombros, mi cuello, mis brazos, mi espalda. Está áspero de sal y cloro, de arena y sudor, pero también se ve más rubio y sano que nunca.
Estos ojos acaramelados se han olvidado ya del libro, perdidos en la belleza de los dos soles que se encuentran y se fusionan en el horizonte. Entonces me levando del sitio, con un suspiro y una sonrisa melancólica y satisfecha, y me alejo, pero solo para volverlo a repetir por la mañana.