Pensándolo ahora, en retrospectiva, siempre he tenido a la muerte cerca, como una vieja amiga, esperando su turno. Más de una vez he pensado en abrazarla. Más de una vez me he preguntado cómo de cruenta o de pacífica puede ser realmente, trayendo desgracia y alivio por igual, según se mire.
He visto a mucha gente morir, pero casi siempre he sentido pena por los que se quedan. En escenarios dolorosamente familiares para mí, he visto a muchas personas aferrarse a los restos del calor de sus padres, sus tíos, sus abuelos, sus hermanos y, a veces, sus hijos. He escuchado las expresiones más variopintas de la pena humana, la catarsis del final del proceso más agónico que hay. He sentido miedo de mis propias emociones cuando llegara el momento.
Ahora, saludo nuevamente a la Parca, la Segadora de Almas, como algunos la llaman. Ha venido a traer paz y descanso a mi alma, a poner descanso a lo peor de mi persona, a enterrar mis recuerdos en el camino al olvido. Ha llegado el momento de despedir a la figura más controvertida de mi vida, a un hombre del que anhelaba consuelo y amor, un señor cuya aprobación perseguí por algún extraño motivo durante años. La primera de las más grandes decepciones de mi vida. La esencia de la miseria, el abandono, el maltrato, el egoísmo y la bajeza pura.
Cuántas veces soñé con ser yo quien acabase con su vida, en venganza por su mal corazón. Anoche, viendo cómo su su cuerpo se descomponía en hinchada rigidez pre mortem y úlceras como mis puños de grandes, bajo su atenta mirada consciente y despierta, me pareció que me reconocía. Observé tranquilamente cómo se pudría en vida, agonizando, y me asustó rebuscar en mi interior para no encontrar absolutamente nada bueno.
Con él, muere también lo peor de mí.
Al fin.