En un jardín donde la luz de una luna creciente quedaba totalmente eclipsada por una marea de focos coloridos y humo artificial, todo parecía un poco irreal. La música hacía ecos inesperados, creando la ilusión de silencios densos donde en realidad abundaba la gente y el barullo.
La compañía-lapa adosada me cohibió, y este hecho me permitió una cierta introspección, una suerte de análisis de escenas casi novelescas e irreales.
Frente a mí, la sombra de una pareja se recortaba contra un foco de haces anaranjados, cálidos como la luz dorada del atardecer en invierno. Él la abrazaba cerca de sí mientras plantaba un sólido beso en su boca riente; ella estaba arrebolada, los ojos escondidos en la telaraña de arruguitas de sus pómulos, irradiando felicidad. Ese revestimiento de alegría y dulzura parecía hacer magia con su apariencia total y absolutamente anodina. De pronto olí los azahares provenientes de las calles de la ciudad primaveral, extramuros.
¡Ah! Qué entrega, qué espontaneidad, qué dulzura.