En mis memorias fue la luz lo que cambió, no la óptica. Como cuando Fátima y yo reprocesamos recuerdos y de pronto no soy capaz de poner en pie cómo eran las cosas antes.
Desde ese momento ni siquiera le reconozco. Recuerdo lo que éramos y lo que sentíamos en cada abrazo, como un latigazo, como cuando despiertas de un sueño agradable intentando retenerlo mientras sientes que se te escapa irremediablemente. Se desvanece. Era más fácil seguir durmiendo, pero me estaba perdiendo la vida, la verdad, la "pastilla roja". Ahora solo quedan la nostalgia y la terrorífica certeza de que no me gusta la persona a la que estoy mirando a la cara.
Qué despertar tan desconcertante y, a la vez, calmado. Como la revelación de que el padre de uno es un ser humano, un aprendizaje que te deja la elección de aceptarlo... o no.