Creo que siempre he tenido una relación cuestionable con el sexo masculino. Mirando hacia atrás, creo que he predispuesto siempre el camino perfecto con mi precocidad para las expectativas frustradas y el arrepentimiento.
Mi primer beso fue en un sitio raro, expuesto. Incómodo, con los chismes del cole colgando por todas partes, asfixiada de inseguridad. Fue con alguien que no es que me gustara, pero me daba la validación que yo buscaba. Hoy, él es un yonqui que se dedica a las estafas piramidales y tiene relaciones múltiples con mujeres muchísimo más jóvenes que él, entre ellas, la madre de su recién nacido. Todo con él fue siempre sórdido, sucio y violento. En la adolescencia, esa era mi kriptonita.
Recuerdo verme acorralada contra la pared por un hombre veinte años mayor que yo que había conocido por internet. Estaba asustada. Era especialista en alejar a la gente buena de mi lado, me aburría, o eso decía. No sé, me hacían sentir que no estaba a la altura, que no era buena, que no era suficiente. Mi primera relación sexual no fue consensuada y llegué a pensar que me lo había ganado a pulso.
Mi ex también hacía eso conmigo: hacerme sentir menos. Yo lo compensaba ofreciéndole partes de mí que entendía menos sucias, menos usadas, más puras. Porque él lo hacía todo desde el amor, y de mí se preguntaba la gente qué polla no me conocía. Era un rumor, claro: yo no soy así. No es que haya nada malo en serlo o dejarlo de ser, pero, en mi caso..., pues no lo era. No lo soy. También esos daños pensé que me los merecía, al fin y al cabo, era el precio a pagar por darle algo nuevo, algo que fuera solo para él.
Desde esta óptica recién aprendida a la que llaman compasión estoy reaprendiendo a mirarme con otros ojos. Ahora veo a esa niña necesitada de casito y validación y me dan ganas de abrazarla. No cambiaría nada, porque soy como soy por ella, pero por primera vez no la culpo y tampoco me da asco. Espero que pueda perdonarme lo dura que he sido con ella... conmigo.