Se marchó. No se llevó con él la culpa, sin embargo.
No sé qué palabras dedicarle a una criatura que, en un sentido práctico y legítimo, no formaba ya parte de nuestras vidas. Más lágrimas le he dejado de las que yo misma pensé.
Puedo jurar que sentía que la calle era su sitio. Su libertad, sus cielos abiertos. Alimentado, acompañado y (quiero pensar), feliz. No debió morir como lo hizo, entre cuatro estrechas paredes blancas, sedado y con un un gotero enganchado a su patita derecha. No lo supo, pero lo acaricié por las veces que no me dejó hacerlo, y por papá, que no estaba allí.
A decir verdad, me vi muy sola. Me sentí muy sola. No supe pedir ayuda, pero lo cierto es que la necesitaba.
Rígido, espasmódico, con la lengua extrañamente inflamada y marrón fuera del morro, él me miró fijamente como si me viera de verdad, todo pupilas, y su corazón se apagó, llevándose los temblores. En menos de dos minutos ya estaba flojo y frío, en mis brazos.
Bueno, Do. No te quise como debería, pero tampoco me dejaste muchas opciones. Siento que fuera yo, y no papá, quien te sostuvo por última vez. Espero que te llegara su amor a través de mí. Siento no haberlo sabido hacer mejor, perdóname. Espero que haya más allá, para poder sentir que de alguna manera sigues vivo, y espero que estés donde estés seas feliz.
Adiós.