Un niño le canta a su hermana recién nacida, poniendo su pequeño pie bajo la rueda del carrito para mecerla. Dos niños jugando en una alfombra con diseño de entramado urbano. Dos niños jugando con Warhammer del Señor de los Anillos, pintándolos a mano mientras escuchan SoaD, siempre juntos. Dos niños jugando a la Playstation 1, 2, luego 3 y, por último, 4. Dos adolescentes en una habitación de estudio: el juega al ordenador, ella le lee. Dos jóvenes en la misma habitación, él le toca el piano, ella duerme.
Creo que una de las mejores cosas cuando te haces mayor junto a tus hermanos es disfrutar de cada uno de los planes según van cambiando. Una no lo espera mientras lo vive, pero un día se encuentra tomando un café con su hermana, o yendo a la ópera con su hermano y piensa, contenta, que es un gusto.
También piensa, en las veladas menos agradables, que nunca se verá sola o sin ellos. Cuando tres chiquillos asustados lloran cogidos de la mano, una no se espera que ese vínculo pueda verse amenazado jamás. Cuando tres adultos duermen apretados en el mismo sofá por no verse solos, la conexión parece de hierro, dura, fuerte e inmutable.
Pero hasta el hierro se puede oxidar y corromper. Una se toma un café en la terraza del piso de su hermana y se pregunta qué ha podido pasar para que su hermano no quiera verla ni hablarle. Una medita sobre lo que ha hecho mal. Piensa en sí misma, en la niña que fue, siempre persiguiendo a la persona a la que más admiraba y quería sobre la faz de la tierra. Ahora todo ese mito fundacional, ese origen de lo que ambos eran, se ha desplomado. Resulta que solo era humano y, como buen humano, se equivoca. Ella ya no puede admirarle como solía, pero sí que puede dolerle y añorarle.
Porque una parte de ella todavía es una niña y solo quiere que la acunen.