Cuando menos me lo espero, la audiencia desaparece y el sonido llega como a través del agua, opaco y turbio. Sin saber por qué, no pude apartar la mirada de la postura familiar del bajista: encorvado sobre el instrumento, sujetando el mástil con el brazo izquierdo, los dedos índice y corazón de la mano derecha como una garra lacia sobre las cuerdas.
Aunque no se parece en nada a nadie que conozca, la escena me transporta a otra época, otro lugar, otros olores, otras personas y otros sentimientos. Respiro profundamente el olor a sudor y comida grasienta, quizá sea lo único que el recuerdo y el presente tengan en común. Hay un eco de aquella admiración en mi pecho, sin saber dónde posarse, sin encontrar destinatario.
Y justo cuando sentía que ya no había nada que pudiera doler ni siquiera un poquito, un músico aleatorio de un bolo casual me devuelve, de una bofetada, a un concierto cutre en un escenario destartalado de Los Rosales, en el verano de mis 18 años.