La primera vez que tuve sexo por voluntad propia, temblaba como una hoja.
Fue una tarde calurosa de junio, tenía 17 años y estaba en casa de un amigo que me gustaba mucho pero con el que todavía no había nada definido. Llevábamos ya unas cuantas semanas tonteando, besitos aquí y allá, y se nos presentó la ocasión perfecta: estábamos a solas en su casa, fresquitos bajo las ráfagas intermitentes del aire acondicionado de su amplio dormitorio, viendo Kill Bill (vol. I) en la penumbra y coreados por el crujido de las palomitas recién hechas. Había tensión en el aire, la clase de atmósfera de expectación y de ganas contenidas que tanto me gusta del proceso de seducción; no sabía yo hasta hace muy poco que esa sensación puede perdurar más allá de las fases iniciales de conquista, y ahora corona mi vida sexual con esa chispa que parece no apagarse nunca.
Volviendo a aquel día, tengo que confesar que fue todo muy turbulento en mi cabeza. A mis omnipresentes inseguridades físicas tenemos que sumarle que no le había contado nada a nadie, y menos a él, sobre el incidente del año anterior y estaba aterrorizada, al fin y al cabo, mi único contacto con el sexo había estado manchado por el dolor, el miedo y la violencia; pero estaba preparada para pensar en el tema. Estaba contenta, sin embargo, porque por primera vez en año y medio sentía deseo y una pulsión abiertamente sexual. No estaba segura de sentir algo por él y estaba convencida de que el sexo aclararía mis dudas, no olvidemos que he crecido en los modelos afectivos y de responsabilidad emocional de Awkward, Sex and the City o Gossip Girl.
Aprendí muchísimas cosas esa tarde, aspectos de los que no tenía ni idea y que no salen en ninguna película, serie o libro, como que se requiere práctica para aprender a hacerlo bien y descubrir qué te gusta y qué le gusta al otro, que toda relación sexual tiene momentos raros e incómodos al principio, que nada es tan coreografiadamente perfecto como en mi imaginación y que, si no me dejaba llevar, no disfrutaría nunca. Eso también se aprende. También recibí una lección importante sobre sentimientos: si no estaban ahí antes, el sexo no los iba a despertar mágicamente. Sería solo eso, sexo: ni bueno, ni malo; divertido, íntimo, un poco incómodo, placentero..., pero no era un acto de amor.
No sentí ningunas ganas de besarle, abrazarle o acariciarle el rostro cuando hubimos acabado.