Recuerdo que acabamos arrodillados, sudando y jadeando, sobre el parqué de la habitación, a la vera de la cama revuelta. Recuerdo la tormenta de inseguridad, miedo y vergüenza que apenas comenzaba a desatarse dentro de mí como un insistente picor en el alma, y aún siento vivamente el espectro del deseo de salir huyendo de la estancia y volatilizarme, pero, en lugar de eso, me quedé congelada, expectante de su reacción.
Él, recuperado el aliento, intentó que le mirara y le hablara, pero yo no estaba lista para alzar el rostro y dejarle entrever hasta qué punto aquello había sido un desastre para mi ánimo, mis expectativas. Vaga y brevemente pensé en los pétalos de rosa que tenía guardados en una cajita en mi bolsa de viaje, en las velas, en el bonito conjunto de encaje negro. Me aterró pensar que aquello había tenido un significado diferente para cada uno de nosotros, que había pecado de ingenua y romántica; los negros nubarrones de mis pensamientos se cernían sobre mis ojos, anegándolos en lágrimas de la conciencia de que aún me quedaba todo un fin de semana allí para terminar de retar mis expectativas. Temí entonces, sorprendida aún del curso de mi mente díscola, que volviéramos a tener sexo. No estaba lista.
- ¿Qué? ¿Qué te pasa?
No lo sabía, no podía responder a su angustia, que a su vez alimentaba mi pena, mi sensación de fracaso.
Él, sin inmutarse, hizo magia entonces, porque no sabe hacer otra cosa. No sabe hasta qué punto me apaciguó su abrazo sudoroso, derritiendo la rigidez cerosa de mis miembros; agradecí que no siguiera preguntando por el momento, que no juzgara mi desazón. En lugar de la tan esperada dicha, solo había incomodidad y desazón por toda la piel. Él nos puso en pie a mí y a mis dudas, a mi corazón fracturado, y leyó por mi cuerpo y mis expresiones como si tuviera el manual de traducción de mis poros, como si el vello, la dermis y los órganos no significaran nada, y viera mi núcleo claro y certero, vítreo.
Nos llevó a la bañera. En ningún momento me molesté en preguntarme qué sentía él, si tenía miedo, si le atemorizaban los mismos pensamientos que a mí, o quizá si estaba acostumbrado a situaciones del estilo. Ni pensándolo entonces ni escribiéndolo ahora me lo creo, siendo honesta. No me di cuenta de lo frágil que estaba.
El agua caliente llenó de salpicaduras la pequeña mampara, y pronto también las losetas del baño. No me importó, era un hotel; en aquel momento solo me perturbaba mi propia desnudez, que hice el amago de cubrir con los brazos, las manos. No me lo permitió. Con suavidad, retiró mis extremidades y veneró cada centímetro de mi piel con un cuidado exquisito, con delicadeza pero de manera contundente. Me abrazó a su cuerpo con seguridad, olí su desesperación por conectar de nuevo conmigo, por apretar la angustia que me oprimía el pecho y que pareció escurrirse por mis poros, vaciándome de todo mal sentimiento. Después, con una gentileza suave que solo rivaliza con la levedad del vaho, me lavó y desenredó el cabello y me cubrió de jabón con sus manos, desde el cuello, los hombros, los senos, la cintura, el vientre, la espalda, las piernas y la cálida intimidad. En ese momento tan vulnerable sentí que mi sentido de la identidad viraba bruscamente y que ya no era yo, no era cuerpo ni presencia física, era solo puro amor, necesidad y dependencia. Me sentí astillada, pendiente de ser reconstruida o de dispersarme en piezas irreconciliables; como no podría ser de otro modo, sanó con sus cuidados mi esencia quebrada, con besos y caricias que pronto escalaron y nos arrastraron con el deseo del otro.
Entonces, solo entonces, en la bañera resbalosa y entre enroscadas volutas de vapor, pudimos hacer el amor por primera vez.