Mi hogar está pintado de blanco y huele siempre a tabaco y a aire, de Loewe.
Mi hogar suena a Sabina, al silbido de la olla exprés, a dos risas que se hacen eco, a la televisión demasiado alta. Sabe a croquetas de puchero y a bizcocho de limón. Al mejor tomate jamás guisado. A los besos de mamá.
Me gusta su frescura húmeda y las vistas que hay desde la ventana de mi habitación, apuntando al atardecer que se esconde tímidamente tras un laurel gigantesco. Me gustan sus techos altísimos, las molduras, la nobleza de sus mármoles, maderas, granitos y estucos. Me encantan las cortinas porque sé que las ha cosido la abuela. Me abruman sus dimensiones, pero se siente el cariño en cada rincón que se ha construido, con tesón y paciencia, año a año.
Creo que una de las mejores cosas de dejar atrás un lugar que te gusta tanto es la capacidad del cerebro humano de quedarse únicamente con lo bueno. Así, me abrazo a la sensación de hogar y refugio, dejando atrás llantos, penas, discusiones, miedos, rupturas, miseria, dolor, soledad y lágrimas. Muchas lágrimas.
Solo quedan las personas que lo convierten en hogar.