Imagina esto:
Que es viernes es lo único que te repites, como un mantra, mientras cierras las aplicaciones del trabajo y recoges tus cosas frenéticamente para marcharte. Se supone que debería ser un consuelo, pero sabes que aún quedan 17 largas horas antes de que puedas descansar de verdad, así que no, no lo es. Son las 09 de la mañana, acabas de salir del trabajo y sientes que te estás desmoronando como un bizcocho mal almibarado.
Aproximadamente dos horas más tarde sales del gimnasio, acusando los músculos acalambrados. El cabello se te eriza como el lomo de un gato asustado, anunciando la lluvia incipiente bajo un manto denso y uniforme teñido de un gris más feo que el de los uniformes de los colegios católicos. Corres hacia el coche, aunque más bien tienes ganas de echarte una siesta ahí mismo, en la acera. Agradeces el chorro de aire caliente que sale de las rejillas de ventilación al arrancar e incorporarte al infernal tráfico sevillano de una mañana casi lluviosa.
La clase es tediosa y te ruje el estómago de hambre, lo acallas con café de tu termo rosa de lunaritos verdes, ese que realmente no es un termo, solo un vaso largo con una tapadera que sospechas que no es impermeable (pero tampoco lo quieres comprobar). Dos horas seguidas de lo mismo deberían resultar agotadoras, pero lo cierto es que no lo notas porque A) vives agotada y B) desconectaste de la clase a los 20 minutos de comenzar. Son tus últimos seis créditos para graduarte y tú estás mirando mods de ropa en My Sims Resources porque tienes mono de ir de compras pero sabes que te vas a sentir mal te pongas lo que te pongas.
El frío, húmedo, te acompaña y te cala a lo largo del día. Una vez en casa, saboreas la comida caliente de papá, te agrietas los nudillos fregando los platos bajo el agua helada y de nuevo tu estómago protesta porque has dejado la mitad en el plato y tienes mucha hambre. Eso no contribuye a mejorar mucho tu humor cuando vuelves a montarte en el coche y enfilas la autovía para ver a tu novio, al que imaginas envuelto en sus capas de grasa, pijama de franela, mantas y edredones varios, en la cama.
Cuando baja a abrirte la puerta (el timbre nunca funciona) se queja de frío, lo cual te irrita sobremanera. No parece importarle más tarde, sin embargo, cuando te arrastra bajo el sirimiri para ver a sus amigos. Te pregunta si quieres comer, murmuras que no tienes hambre y por algún estúpido motivo te molesta que no insista.
Al final la lluvia arrecia y os obliga a marcharos, lo cual te produce un gran alivio. Cuando cierra la puerta de su dormitorio, el ambiente parece volverse más cálido, entre el robusto mobiliario infantil de aire noventero. Por fin sin familia ni amigos, buscas su calor con manos gélidas y te recibe con demasiado fuego, un ardor que lo consume todo muy rápido. Después de veinte minutos de folleteo estándar (sin besos en el cuello, sin caricias y casi sin amor) que intentas alargar como puedes, se viste apresuradamente y te pasa la ropa interior y el pijama que le has robado en una clara indicación de que hagas lo mismo; y, justo cuando te sumes en un duermevelas postorgásmico, se levanta de tu lado calladamente y se sienta frente al escritorio, se pone los enormes auriculares de diadema y sus facciones se iluminan con el haz de la pantalla, en la que aparecen varias personas sujetando armas. Comienza a hablar con sus amigos a media voz. en un leve movimiento, se da cuenta de que estás despierta y te da unas palmaditas en el pie para... ¿tranquilizarte?
Suspiras. Cierras los ojos, no puedes más. Fundido en negro.
Y tú me preguntas, amor, si he tenido algo como lo nuestro alguna vez...