A tenor de mi entrada anterior, siento el impulso de escribir sobre ciertas cosas que rememoro con frecuencia, pero que no me atreví a redactar en su momento por las implicaciones en mi anterior relación, y la mancha de sentimientos culpables en el alma.
Sin embargo, he aprendido una importante lección en terapia: todos somos humanos. No puedo pretender ser la persona inocente en todas las situaciones. Así que intento apartar los condicionantes circunstanciales negativos y descontextualizar el recuerdo, para realzar toda la magia que supuso para mí. Parece un pecado no haber recogido ciertos momentos preciosos.
La primera vez que nos (re)encontramos fue el sábado 26/12/2020, casi dos semanas después de lo inicialmente planteado, pero el COVID se interpuso en nuestras vidas de todas las formas posibles; aquel día, yo había quedado para comer con Almudena y estaba nerviosa por partida doble. Recuerdo haber pensado solamente en él cuando escogí ropa oscura, falda y tacones, y me alisé el cabello tratando de hacerlo parecer más largo.
Curiosamente, ni siquiera estaba segura de que fuera a suceder. Todo fue muy ambiguo: yo tenía planes con otra persona, pero él acaba de recibir el visto bueno médico para revertir el ostracismo vírico. Finalmente, Almudena me ayudó a dar el paso, invitando a otras personas a nuestra reunión, y fue solo por eso por lo que me atreví a anunciarle con boquita pequeña que "Diego me había dicho que quería pasarse a verme"
Me pedí un café. Fue una decisión pésima, en primer lugar, porque ya estaba lo bastante nerviosa y, en segundo, porque deja un regusto y un aliento terrible pasados unos momentos. Temblaba, y no era de frío. Les hablé a los pobres muchachos de ese hombre con el que trabajaba y del que me estaba enamorando, les contaba que me volvía incoherente y que, con él, perdía el sentido, la cabeza y el norte.
Me llamó, pero no vi la llamada en mi viejo teléfono moribundo. Sin embargo, sentí su mirada sobre mí aunque estaba de espaldas, mi piel le vio antes que mis ojos y se me erizaron todos los pelos del cuerpo. En ese momento, mi boca se movía con voluntad propia, diciendo "no carburo" a los invitados a la reunión.
Cruzó la plaza hacia mí, seguro y serio, aunque sus ojos hablaban de triunfo y parecía irradiar una luz como no he visto nunca antes. Me levanté a trompicones y lo siguiente que supe es que nuestros cuerpos colisionaban y me echaba a temblar con todas las emociones que me había esforzado en bloquear y contener durante un mes y medio. Él me sostenía (y menos mal, porque dudo que hubiera podido mantenerme sola en pie) y ambos nos miramos intensamente a los ojos durante lo que él estima como tres cuartos de hora y a mí se me antojaron unos pocos segundos; ahora, en la dispersión de la memoria, no recuerdo si quise acariciarle el rostro o de verdad recorrí frenéticamente sus facciones con mis manos.
No sé quién besó a quién, o si fue la gravedad la que nos atrajo. Al principio, acostumbrada a otros labios, su boca carnosa se me antojó suave, grande y blanda; deliciosa. Su olor me envolvía, sentí su piel suave, su cuerpo, firme contra el mío, sus manos, siempre amables, infundiendo seguridad. Probablemente sí que estuvimos unos 45 minutos besándonos, hasta que absorbimos todo el aire de los pulmones del otro y creamos una atmósfera irrespirable para los observantes de la mesa.
Supe que él tenía razón: ese beso lo cambiaba todo. Lo sabría, y lo supe, en cuanto nos vimos: era mío y yo suya. No era un capricho, no era mera atracción sexual, no solo me gustaba un poquito. Ya no cupieron dudas y supe que quería estar a su lado durante el tiempo que nos quedara. Ese beso fue el empujón, la mecha, el desencadenante.
Hoy, seis meses después, sigo perdiendo la cabeza por esa boca.