La estancia, pobremente iluminada por un pequeño ventanuco, se había llenado con olor a pintura y barniz, lo cual me traía recuerdos muy felices de las reformas de mi infancia o la mudanza de mi abuela al pueblo. Siempre me han entusiasmado los grandes cambios.
Ale alzó la vista hacia las molduras del techo, que habíamos cubierto con cinta carrocera ls tarde anterior para que no se mancharan con la pintura de las paredes.
- Está quedando muy bien - comentó -. Y, de hecho, se me ocurre qué me daría una alegría a mí...
Se volvió en mi dirección alargando las manos y a mí se me escapó una risita infantil nada propia de mi carácter, pero él me hacía sentir así. Ligera, joven. Era tarde, tendríamos que trabajar en pocas horas y estábamos molidos de lijar, pintar, barnizar y mover muebles, pero Dios sabe que nos dió absolutamente igual mientras chocábamos contra las paredes del piso, enredados en un abrazo ansioso, llenando las estancias vacías con el sonido de nuestro amor. Los besos, las risas y algún jadeo rebotaban contra las paredes y caían sobre nosotros y nuestro colchón inflable provisional, colocado sobre una vieja sábana gris en el salón. Teníamos poco, pero nos queríamos con todo, a manos llenas.
Cuando me desperté en mi colchón de viscoelástica, atravesada en mantas del mejor algodón egipcio de El Corte Inglés, miré con decepción los tropezones de pintura sobre el gotelé de mi habitación, deseando haber amanecido esa mañana gris en el salón pelado del apartamento de mi imaginación, con su cocina oscura y su pequeño baño; pero con la sensación de haber regresado de una premonición más que de un sueño.